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Antes, mucho antes de trasladarse a vivir a su palacio subterráneo, el Mohán fue un hechicero que convocó tormentas y eclipses. Conocía los secretos de las almas, curaba enfermedades, y todos temían sus ojos de azabache cuando en los ritos atraía la lluvia y las cosechas o se transformaba en un jaguar que recorría las landas de los ríos para ahuyentar los malos espíritus.
El Mohan
Él supo, en una noche de borrascas e inundaciones, de la llegada de los españoles. Vio también la humillación y los despojos de la Conquista. Por eso, tal vez queriendo perpetuar la memoria de los antepasados, se marchó con todos los tesoros a la entraña de los ríos.
Allí permanece, taciturno y remoto entre las piedras, lejos del tiempo, mientras le crecen los cabellos y las uñas y sus ojos desploman la noche.
Junto a los monólogos, a los paseos nocturnos sobre el oleaje de las aguas, el Mohán sigue practicando la música. Por eso, toca la guitarra en las noches de plenilunio.
Algunos campesinos lo han visto aterrorizados descender en balsa, mientras ensaya en la quena una canción desconocida.
Embaucador, pajarero pintado de negro y con dientes de oro, el Mohán puede cambiar de apariencia y aprovechar las brisas de los ríos para la serenata y el vagabundeo por los mercados de los pueblos. En ellos compra tabaco y aguardiente y conquista a las muchachas.
Brujo del agua, el Mohán, sin embargo; ejerce una fuerza feroz sobre los ríos. Regula las crecientes y complica las atarrayas de los pescadores. En algunas ocasiones su celo llega a ser perverso: voltea las canoas y sumerge a las víctimas en el fondo de las aguas. Los viejos pescadores y barequeros saben todo aquello, por eso le temen, por eso llevan en las mochilas tabaco y están pendientes de cualquier señal de indignación de las olas. Saben que su destino, depende del Mohán.

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